Ernesto llevaba más de 20 años dirigiendo su empresa. Aprovechando una coyuntura económica difícil, compró una compañía quebrada y con mala reputación y la había convertido en estas dos décadas en un próspero negocio con una envidiable cartera de clientes. Lejos quedaban las épocas de vacas flacas, cuando los bancos no querían darle crédito o los proveedores apenas si aceptaban venderle. Hoy tenía todas las puertas de los bancos abiertas y andaban tras él no sólo los proveedores sino también los clientes, haciendo turno para que los atienda. Y llegaba a darse el lujo de desechar a unos y otros.
Algo anda mal
Sin embargo algo no andaba del todo bien en la empresa y Ernesto no sabía qué era. Con cerca ya de cien empleados, se sentía cada vez más lejano de la gente. En su oficina era como un emperador sentado en el trono, con su pequeño reino a sus pies, solitario y agobiado por el peso del poder. La gente entraba y salía de su despacho para consultarle todo tipo de cosas, pues nada podía hacerse sin su autorización, desde cambiar la vieja cafetera que costaba dos centavos hasta pagar la factura de varios miles de dólares a un proveedor importante. Ernesto se quejaba que a pesar de contratar gente cada vez más cara para ocupar cargos directivos en la empresa, él tenía que seguir tomando las decisiones de todo lo que ocurría: “¿Por qué la gente no responde como esperaba? ¿por qué tengo que seguir haciéndolo todo? ¿por qué debo estar pendiente hasta de los más pequeños detalles? ¿es que nadie se hace responsable de la marcha de esta empresa sino sólo yo?”.
Preguntas por resolver
La respuesta del consultor a sus preguntas fue un par de cuestionamientos: “¿Es que nunca te equivocas? ¿no te parece raro que nadie discuta tus decisiones?”. El rostro de Ernesto se quedó serio y demudado por unos segundos. Parecía estar asimilando el golpe lentamente. Delante estaba alguien que no caía en sus dominios, no era parte de su reino y lo trataba de igual a igual. Sin dejar que se recuperara del todo llegaron dos preguntas adicionales a complicarle más la existencia: “¿hace cuánto que no admites un error? ¿hace cuánto que no metes la pata y pides perdón?”. Improvisó como pudo una respuesta, arguyendo lo que era innegable, que nadie sabía más de este negocio que él. Otro golpe: “¿y eso te da infalibilidad en todos los temas?”. Bajó la guardia. No pudo más.
Las vendas en los ojos
La primera venda en los ojos de Ernesto había sido su propio éxito. Los logros que fue consiguiendo a lo largo de los años le dieron cada vez más seguridad en el conocimiento y manejo del negocio, llegando a creer que era infalible. La segunda venda fue su naturaleza expeditiva a la hora de tomar decisiones, lo que había generado dependencia en sus colaboradores llevándoles a consultárselo todo (y por tanto a no hacerse responsables de nada: por eso era su sensación de que nadie se hacía responsable de la marcha de la empresa sino sólo él). La tercera venda era que se había rodeado de ayayeros, bufones y arlequines que lo único que sabían era hacerle venias y gracias sin discutir sus órdenes. Tal vez Rosita, su asistente y una de las más antiguas en la empresa, era la única que se atrevía de vez en cuando a decirle las cosas claras. Según Rosita gente valiosa habían tenido, pero terminó cortándoles la cabeza porque no se alineaban con su modo de pensar.
Ninguno está libre de caer en el cáncer de la autocomplacencia, esa enfermedad que corroe empresarios y empresas. Podemos creer que vamos muy bien cuando en verdad caminamos a ciegas, con riesgo de tropezar seriamente en nuestro futuro. Hace falta una buena dosis de humildad y de autoexamen para reconocer que hemos caído en ella. Y tú ¿hace cuánto que no te equivocas?…