¿Tiene la empresa los activos imprescindibles?

La empresa iba de maravilla. Los últimos años habían crecido por encima del quince por ciento anual, los clientes estaban contentos y Carlos no podía sentirse más satisfecho de cómo iban las cosas. Hacía poco había mudado su pequeña planta a un local mucho más grande y, de su último viaje a Europa, se trajo una máquina que automatizaba una de las operaciones para fabricar sus productos, que pensaba que le ayudaría mucho para hacer volúmenes mayores. Tenía un almacén repleto de existencias, así podía atender todo lo que sus clientes solicitaran. Se acababa de comprar una carísima camioneta y tenía un par de asistentes personales para resolver todos sus problemas con comodidad.

Una quiebra inesperada

Carlos tenía un convenio con un agente distribuidor exclusivo, que es el que colocaba sus productos en el mercado. Varias personas le habían advertido que aquel distribuidor, a pesar de ser muy grande, no iba nada bien, pero él no había hecho mucho caso pensando que aquella empresa, al ser parte de un importante grupo, era imposible que quebrara… hasta que quebró. Comenzaron a estirarle el pago de las facturas, cambiaban de personal con mucha frecuencia, los clientes llamaban a quejarse porque no les llegaban a tiempo los pedidos y comenzaban a comprar producto chino, etc. Cuando Carlos quiso reaccionar ya era muy tarde. El distribuidor había quebrado y fue adquirido por otra empresa más grande a la que sus productos no le interesaban. De la noche a la mañana, se encontró sin tener cómo colocar sus existencias en el mercado.

La liquidez aprieta

Al no tener ventas, comenzó a sentir la falta de caja. Intentó retomar el mercado con otros distribuidores, pero como en el pasado los había dejado de lado, todos tenían productos de la competencia y no le daban espacio para los suyos. Tuvo que contratar su propia fuerza de ventas para tratar de recuperar clientes. El antiguo distribuidor le debía varios meses de facturas y cobrarlas, aún con los nuevos dueños, iba a tomar un buen tiempo. Los proveedores comenzaron a juntarse a sus puertas, reclamando que les pagaras. Las cuotas de la carísima máquina alemana, de la que no usaba ni un diez por ciento, se le comenzaron a vencer sin poder pagarlas. Lo mismo le pasaba con el nuevo y amplísimo local, comprado con un crédito bancario y del que ocupaban apenas un tercio, cuyas cuotas impagas le valieron que el banco lo reportara con problemas potenciales al sistema financiero. Como decía Carlos: “ya me pusieron la cruz”. Cada vez que entraba a su almacén tenía ganas de llorar: ahí estaban las estanterías, repletas de miles de productos que representaban muchísimo dinero inmovilizado.

¿Por qué esperar a las vacas flacas?

Quisiera decir que el caso de Carlos es una excepción, pero no: lo he visto suceder con demasiada frecuencia. Cuando las cosas van bien y la empresa está boyante, pareciera que pasan desapercibidas todas las ineficiencias, nadie mira los activos sub utilizados, ni en dinero inmovilizado, ni en el exceso de personal, ni nada. Es como si tuvieran una venda en los ojos. ¿Por qué hay que esperar a las vacas flacas para hacerlo? Al margen del error comercial de estar expuesto a un único distribuidor, miremos las poco reflexivas decisiones de Carlos: ¿Para qué comprar una carísima máquina de la que solo usas el 10%? ¿tiene sentido un local en una zona cara que está 70% desocupado? ¿realmente necesita dos asistentes? ¿tiene las existencias estrictamente necesarias o están sobredimensionadas?

Todas estas decisiones deberían haberse planificado desde un punto de vista financiero, porque afectan el flujo de la empresa y deben estar alineadas con el tamaño y el nivel de crecimiento de la empresa. Gastar por gastar, aunque se tenga en algún momento el dinero, no tiene sentido. Pienso que al menos el empresario o dueño debería medir periódicamente el ROE (retorno sobre el capital) y el ROA (retorno sobre activos), para saber si el dinero y los activos en los que se invierte tienen un rendimiento razonable, y no contentarse con mirar sólo la rentabilidad sobre ventas (ROS), que es lo único en lo que usualmente se fijan.

Originalmente publicada en la Revista Mercados & Regiones, agosto de 2019

Photo by John Fornander on Unsplash

El «peso» de los intangibles

Una institución educativa de prestigio estaba a la búsqueda de un terreno para mudar sus instalaciones, insuficientes para atender la demanda que tenía. Al poco tiempo, apareció el dueño de una propiedad que le venía como anillo al dedo: bien ubicada, como buenas vías de acceso, amplia, etc. Como era de esperar no se trataba de un terreno muy barato, pero la persona en cuestión tampoco sabía qué hacer con el dinero de aquella propiedad, en caso la vendiera, así que propuso a la institución educativa entrar en sociedad. 

Todo andaba bien en las conversaciones hasta que hubo que valorar la participación del nuevo socio. Como la construcción y el equipamiento del nuevo local era similar al valor del terreno, el potencial socio quería que las acciones se repartieran 50% cada uno. Por mucho que la institución educativa trató de explicarle el valor que tenía el prestigio ganado, su esfuerzo por desarrollar un know how educativo propio, el reclutamiento y capacitación de sus profesores, la buena fama de sus alumnos y egresados, esta persona no supo (o no quiso) entender el “peso” que tienen los intangibles en el valor de un negocio. Es probable que el valor de su propiedad, tasada en varios millones, lo terminara cegando.

Es el caso contrario al de una constructora e inmobiliaria enfocada en un nicho de mercado, que andaba a la búsqueda de modos alternativos de financiar sus inversiones. Poseían un terreno bien ubicado, un proyecto de edificación con propuestas de departamentos pensada para el foco de sus clientes, incluso potenciales interesados con la cuota inicial comprometida. Presentaron su proyecto a inversionistas, explicando su experiencia, el nicho al que atienden, la oportunidad de negocio, las necesidades de financiamiento y, por supuesto, el retorno esperado: ellos buscaban un socio, no un prestamista. Si bien las necesidades de inversión eran cubiertas a medias por cada socio, en los retornos se consideraba una proporción mayor para la inmobiliaria, porque era el modo de reconocer la importancia que tienen los intangibles en el negocio: no se trataba de construir fierro y cemento y venderlo al peso, sino de hacer de aquello algo interesante para un específico segmento de clientes, lo que los inversionistas supieron reconocer sin mezquindad.

Al valorar empresas, negocios y proyectos no resulta sencillo dar con un monto que exprese de modo razonable el valor de los intangibles. Siempre resulta más fácil tasar los activos físicos, aquellos que se pueden medir, contar, pesar, etc., precisamente porque hay modo de cuantificarlos. Sin embargo, suele ser en los intangibles donde reside el mayor valor del negocio: tienen más “peso” aunque no pesen.

Originalmente publicado en Diario Gestión, 1 de agosto de 2018

Activos que son pasivos

Recuerdo la situación de una empresa de manufactura, cuya inmensa y desvencijada planta ocupa un espectacular terreno en una céntrica avenida: aquel solar podía albergar cualquier otra cosa más rentable que toda la vieja maquinaria que seguía funcionando ahí. Es más, probablemente toda la empresa no vale ni la tercera parte del terreno que ocupa. Basta tomar en cuenta el costo de oportunidad de alquiler de aquella propiedad para poner en evidencia que lo que da la vieja fábrica no es ni de lejos lo que aquel activo debería estar rindiendo.

En otra ocasión, una empresa se hizo de una costosa maquinaria valorada en cientos de miles de dólares para atender a un cliente. A los pocos meses estaba arrumada en uno de sus almacenes. Nunca hicieron una evaluación a fondo, se echaron un par de números gruesos, se fiaron de las palabras de uno de los directivos de la empresa cliente y se decidió hacer aquella inversión “para no perder la oportunidad”. El cliente más precavido, había introducido una cláusula que le permitió liberarse del contrato cuando bajó su nivel de operación. Así que aquella inmensa maquinaria era “plata parada” que además seguía costando a la empresa, pues la había comprado endeudándose.

Otra empresa tenía en sus inventarios una cantidad de existencias que llevaban varios años en sus almacenes, sin movimiento. Como nadie quería hacerse cargo de esa papa caliente y sonaba mejor que siguiera apareciendo en sus estados financieros, nadie las tocaba. Hasta que por diversas circunstancias los dueños tuvieron que vender la empresa con prisa y todo aquel inmenso lote tuvo que ser castigado del inventario, provocando una seria pérdida de valor a la empresa. Recién entonces empezaron las lamentaciones.

Comprenderá el lector el título de estas líneas: hay activos que son pasivos, que en vez de producir un retorno terminan costando dinero o afectan el rendimiento o el valor de la compañía. Pienso que es un deber del directorio velar porque la empresa tenga los activos imprescindibles que el negocio requiere, ni más ni menos, y hacer que éstos rindan todo lo que deben rendir. Si el gerente, el directorio o ambos quieren jugar al negocio inmobiliario, a invertir en otros sectores, etc., que se haga con claridad, separando los recursos que aquella oportunidad necesita de la operación ordinaria de la empresa principal.

Originalmente publicado en Diario Gestión, 13 de junio de 2018

El bono para el directorio

La empresa en cuestión iba mal. Una comercializadora, donde los dueños y el gerente habían perdido la ilusión por empujar el negocio en un mercado cada vez más competitivo. Al poco tiempo la empresa cambió de manos. Los nuevos accionistas pusieron un gerente con buen empuje al que acompañaban, desde el directorio, tres personas: uno de los nuevos dueños y dos directores profesionales.

El cambio en los resultados fue más que notable. Unos activos que parecían medio muertos en manos de los anteriores dueños, volvían a florecer y a dar unos resultados más que interesantes. ¿Eran el nuevo gerente y los directores unos genios? No, pero supieron definir una estrategia clara, unas cuantas políticas básicas para funcionar y unos objetivos muy específicos que resucitaron aquel cadáver de empresa.

Me preguntaron hace poco cómo retribuir el buen trabajo de un directorio. Usualmente a los directores se les reconoce una dieta, que paga el tiempo que invierten en los directorios y que suele ser una cantidad fija por reunión. Pero ¿cómo establecer un bono en función a los resultados de la empresa? A fin de cuentas, los directores no son vendedores y tampoco están en el día a día de la operación, pero sin su visión estratégica el negocio no daría lo que se espera.

Volvamos a lo señalado en el primer párrafo. Unos buenos directores saben acompañar al gerente para conseguir el mayor rendimiento de los activos que requiere la empresa para operar (ROA, por sus siglas en inglés). ¿Cuándo es bueno o malo el ROA? Será bueno si los activos rinden por encima de lo que le cuesta el dinero a la empresa, será deficiente si resulta que no da ni para cubrir las expectativas de los que financian el negocio.

Un negocio suele tener dos grandes financiadores: los accionistas, que esperan un retorno por su dinero, y los bancos, que cobran una tasa por el suyo. El costo del dinero para la empresa es el ponderado de ambos. Si los accionistas han puesto un millón y esperan 16% de retorno por ese millón, y los bancos han puesto otro millón y cobran una tasa de 8% por el suyo (en verdad un poco menos por el escudo fiscal, pero valga la simplificación para nuestro ejemplo), todos entendemos que lo que le cuestan los dos millones a la empresa es 12% en promedio. Ese 12% es la llamada WACC o costo ponderado del capital.

Lo mínimo que deben rendir los activos es lo necesario para “pagar” ese 12%. Si rinden menos a alguno de los financiadores le llegará menos de lo que esperaba (y ya sabemos a quién). Pero si el rendimiento de esos activos ha sido superior al 12% entonces eso refleja que los directores y el gerente han hecho bien su trabajo. Luego, el bono a los directores se paga siempre que el ROA sea mayor o igual que la WACC y se reparte en función a ese diferencial positivo que han sido capaces de generar (espero, en otro artículo, poder hablar de los diversos modos de reparto). Pienso que al menos este es un camino alternativo al EVA, que es otro modo bastante usual de medir el desempeño de la gerencia y el directorio.

Originalmente publicado en Diario Gestión, 17 de mayo de 2018