El «peso» de los intangibles

Una institución educativa de prestigio estaba a la búsqueda de un terreno para mudar sus instalaciones, insuficientes para atender la demanda que tenía. Al poco tiempo, apareció el dueño de una propiedad que le venía como anillo al dedo: bien ubicada, como buenas vías de acceso, amplia, etc. Como era de esperar no se trataba de un terreno muy barato, pero la persona en cuestión tampoco sabía qué hacer con el dinero de aquella propiedad, en caso la vendiera, así que propuso a la institución educativa entrar en sociedad. 

Todo andaba bien en las conversaciones hasta que hubo que valorar la participación del nuevo socio. Como la construcción y el equipamiento del nuevo local era similar al valor del terreno, el potencial socio quería que las acciones se repartieran 50% cada uno. Por mucho que la institución educativa trató de explicarle el valor que tenía el prestigio ganado, su esfuerzo por desarrollar un know how educativo propio, el reclutamiento y capacitación de sus profesores, la buena fama de sus alumnos y egresados, esta persona no supo (o no quiso) entender el “peso” que tienen los intangibles en el valor de un negocio. Es probable que el valor de su propiedad, tasada en varios millones, lo terminara cegando.

Es el caso contrario al de una constructora e inmobiliaria enfocada en un nicho de mercado, que andaba a la búsqueda de modos alternativos de financiar sus inversiones. Poseían un terreno bien ubicado, un proyecto de edificación con propuestas de departamentos pensada para el foco de sus clientes, incluso potenciales interesados con la cuota inicial comprometida. Presentaron su proyecto a inversionistas, explicando su experiencia, el nicho al que atienden, la oportunidad de negocio, las necesidades de financiamiento y, por supuesto, el retorno esperado: ellos buscaban un socio, no un prestamista. Si bien las necesidades de inversión eran cubiertas a medias por cada socio, en los retornos se consideraba una proporción mayor para la inmobiliaria, porque era el modo de reconocer la importancia que tienen los intangibles en el negocio: no se trataba de construir fierro y cemento y venderlo al peso, sino de hacer de aquello algo interesante para un específico segmento de clientes, lo que los inversionistas supieron reconocer sin mezquindad.

Al valorar empresas, negocios y proyectos no resulta sencillo dar con un monto que exprese de modo razonable el valor de los intangibles. Siempre resulta más fácil tasar los activos físicos, aquellos que se pueden medir, contar, pesar, etc., precisamente porque hay modo de cuantificarlos. Sin embargo, suele ser en los intangibles donde reside el mayor valor del negocio: tienen más “peso” aunque no pesen.

Originalmente publicado en Diario Gestión, 1 de agosto de 2018

Nuestro papel contra la corrupción

Hace unos años atrás, los directivos de una empresa me mandaron llamar con cierta urgencia. Brevemente expusieron lo siguiente: habían entrado a una licitación de un gobierno regional, consorciados con una empresa de ese lugar que, como no tenía el nivel de actividad ni el historial de ventas suficiente, requería asociarse con otra. Esta empresa se encargó de todo el papeleo y de presentar la propuesta.

Al poco tiempo salieron elegidos en la licitación. Pero cuando recibieron los papeles de la empresa socia se dieron cuenta que aquellas personas habían inflado buena parte de los artículos por el doble o el triple del precio real que ellos les habían presupuestado. Al constatar que no se trataba de un error, se dieron cuenta que la licitación estaba amañada por estas personas: coima para los funcionarios del gobierno regional y pingües ganancias para los consorciados.

Además de la inmoralidad que suponía entrar en este juego, los directivos tenían el problema que, si se retiraban, no podrían participar en nuevas licitaciones del Estado por un buen tiempo, y parte de sus ventas venían de las licitaciones con entidades públicas. No los iba a quebrar, pero les afectaría las ventas. El consejo fue retirarse del consorcio y asumir las consecuencias, para evitar el “vómito negro”: si seguían el juego de la licitación amañada, corrían el riesgo que tarde o temprano aquello saliera a la luz, dañara la reputación de la empresa, la reputación personal de cada uno de ellos, y no sólo perderían todo ese dinero mal avenido, sino hasta su propia libertad.

La empresa decidió retirarse. A los dos años la Contraloría sacó a la luz todas esas licitaciones arregladas y tanto los funcionarios regionales como las personas que se prestaron a estos actos terminaron en la cárcel. Los directivos de la empresa en cuestión se decían: “qué cerca estuvimos”, porque en esos momentos uno puede darse mil argumentos para ceder: “todo el mundo lo hace”“así es la nuez”“vamos a perder ventas si no coimeamos”, etc.

Cuando prima un clima corrupto, inequitativo, injusto, no se favorece el desarrollo empresarial ni la formalidad. Y eso es responsabilidad no sólo del Estado sino también de modo especial de los directivos de las empresas. Juan Pablo II, decía en una ocasión: “La corrupción es difícil de contrarrestar, porque adopta múltiples formas; sofocada en un área, rebrota a veces en otra. El hecho mismo de denunciarla requiere valor. Para erradicarla se necesita además, junto con la voluntad tenaz de las autoridades, la colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral”.

Originalmente publicado en Diario El Comercio, 23 de julio de 2018

El sector agroexportador como programa social

Para el neófito en la materia van estas pocas líneas sobre un sector que está sobre el tapete estos días. La Agroexportación es un negocio global, donde los clientes suelen ser las grandes cadenas de supermercados o los empacadores que usan como intermediarios. Los proveedores principales son las grandes compañías de agroquímicos, que se han ido consolidando a raíz de los altos costos de investigación y desarrollo. La competencia es global y muy exigente, es decir, una empresa en Perú no compite con sus vecinos del valle de al lado, sino con otra empresa en Sudáfrica, Egipto, Zimbabue o Guatemala. El sector tiene elevadas barreras de entrada, pues se requieren hacer economías de escala para enfrentar los volúmenes requeridos por las grandes cadenas, tener costos competitivos con los proveedores y manejarse en un mercado global, donde para conocer a clientes y competidores hay que vivir en un avión recorriéndose las ferias y mercados internacionales para vender las cosechas.

La Agroexportación tiene la peculiaridad de requerir, cada vez más, tecnologías de punta en toda la cadena. Desde las siembras, donde la biotecnología (sin hablar de transgénicos) hace falta para clonar las plantas madres más productivas, pasando por el manejo agronómico, donde se exigen más y más fertilizantes y controladores de plagas y enfermedades que no dañen el medio ambiente, con sistemas increíbles de optimización de uso del agua (con microcomputadoras para el control), la utilización de drones para la optimización del uso de fertilizantes y pesticidas, llegando a la cosecha y post cosecha donde se requieren cada vez más sistemas automatizados, así como nuevos métodos de preservación y atmósfera controlada que permiten mantener la calidad de los productos durante varias semanas para hacerlos llegar a los consumidores más lejanos.

Deberíamos sentirnos orgullosos como peruanos de tener un sector que se ha puesto en el mapa del mundo a base del esfuerzo privado, no sin la valiosa ayuda de un marco regulatorio favorable por el lado del Estado. Creo que podemos ver la Agroexportación como un programa social exitoso, que ha generado cientos de miles de puestos de trabajo, sacando de la pobreza a muchas familias. Una hectárea de cultivo agroexportador requiere de tres a seis operarios para las diversas labores productivas. Si Majes Siguas II se hace realidad, sus 38,000 hectáreas generarán alrededor de ciento veinte mil puestos de trabajo directos, sin contar todo el empleo indirecto que se crea alrededor: colegios, comercios, salud, esparcimiento, etc.

Sólo por mencionar un dato concreto, el Régimen Agrario ha permitido incrementar en 51.65% el empleo formal agrícola en la última década. ¡Mano de obra barata! dirá algún ácido lector. Debería ver la evolución del jornal en los valles agroexportadores para darse cuenta de cómo han mejorado las condiciones de los obreros de campo. Además, las certificaciones requeridas por los clientes internacionales no sólo exigen reglas sociales claras a las empresas agroexportadoras (pago de beneficios sociales, seguros, controles médicos, etc.), sino que han llevado a que el obrero reciba cualificación en temas como salud e higiene, nutrición, o cuidado medio ambiental que jamás hubieran recibido del Estado. No, no creo que haya ningún programa social del Estado, menos aún llevado adelante por privados, que lo iguale y que haya sido tan exitoso en su impacto.

Originalmente publicado en el Diario Gestión, 4 de julio de 2018

Activos que son pasivos

Recuerdo la situación de una empresa de manufactura, cuya inmensa y desvencijada planta ocupa un espectacular terreno en una céntrica avenida: aquel solar podía albergar cualquier otra cosa más rentable que toda la vieja maquinaria que seguía funcionando ahí. Es más, probablemente toda la empresa no vale ni la tercera parte del terreno que ocupa. Basta tomar en cuenta el costo de oportunidad de alquiler de aquella propiedad para poner en evidencia que lo que da la vieja fábrica no es ni de lejos lo que aquel activo debería estar rindiendo.

En otra ocasión, una empresa se hizo de una costosa maquinaria valorada en cientos de miles de dólares para atender a un cliente. A los pocos meses estaba arrumada en uno de sus almacenes. Nunca hicieron una evaluación a fondo, se echaron un par de números gruesos, se fiaron de las palabras de uno de los directivos de la empresa cliente y se decidió hacer aquella inversión “para no perder la oportunidad”. El cliente más precavido, había introducido una cláusula que le permitió liberarse del contrato cuando bajó su nivel de operación. Así que aquella inmensa maquinaria era “plata parada” que además seguía costando a la empresa, pues la había comprado endeudándose.

Otra empresa tenía en sus inventarios una cantidad de existencias que llevaban varios años en sus almacenes, sin movimiento. Como nadie quería hacerse cargo de esa papa caliente y sonaba mejor que siguiera apareciendo en sus estados financieros, nadie las tocaba. Hasta que por diversas circunstancias los dueños tuvieron que vender la empresa con prisa y todo aquel inmenso lote tuvo que ser castigado del inventario, provocando una seria pérdida de valor a la empresa. Recién entonces empezaron las lamentaciones.

Comprenderá el lector el título de estas líneas: hay activos que son pasivos, que en vez de producir un retorno terminan costando dinero o afectan el rendimiento o el valor de la compañía. Pienso que es un deber del directorio velar porque la empresa tenga los activos imprescindibles que el negocio requiere, ni más ni menos, y hacer que éstos rindan todo lo que deben rendir. Si el gerente, el directorio o ambos quieren jugar al negocio inmobiliario, a invertir en otros sectores, etc., que se haga con claridad, separando los recursos que aquella oportunidad necesita de la operación ordinaria de la empresa principal.

Originalmente publicado en Diario Gestión, 13 de junio de 2018

El bono para el directorio

La empresa en cuestión iba mal. Una comercializadora, donde los dueños y el gerente habían perdido la ilusión por empujar el negocio en un mercado cada vez más competitivo. Al poco tiempo la empresa cambió de manos. Los nuevos accionistas pusieron un gerente con buen empuje al que acompañaban, desde el directorio, tres personas: uno de los nuevos dueños y dos directores profesionales.

El cambio en los resultados fue más que notable. Unos activos que parecían medio muertos en manos de los anteriores dueños, volvían a florecer y a dar unos resultados más que interesantes. ¿Eran el nuevo gerente y los directores unos genios? No, pero supieron definir una estrategia clara, unas cuantas políticas básicas para funcionar y unos objetivos muy específicos que resucitaron aquel cadáver de empresa.

Me preguntaron hace poco cómo retribuir el buen trabajo de un directorio. Usualmente a los directores se les reconoce una dieta, que paga el tiempo que invierten en los directorios y que suele ser una cantidad fija por reunión. Pero ¿cómo establecer un bono en función a los resultados de la empresa? A fin de cuentas, los directores no son vendedores y tampoco están en el día a día de la operación, pero sin su visión estratégica el negocio no daría lo que se espera.

Volvamos a lo señalado en el primer párrafo. Unos buenos directores saben acompañar al gerente para conseguir el mayor rendimiento de los activos que requiere la empresa para operar (ROA, por sus siglas en inglés). ¿Cuándo es bueno o malo el ROA? Será bueno si los activos rinden por encima de lo que le cuesta el dinero a la empresa, será deficiente si resulta que no da ni para cubrir las expectativas de los que financian el negocio.

Un negocio suele tener dos grandes financiadores: los accionistas, que esperan un retorno por su dinero, y los bancos, que cobran una tasa por el suyo. El costo del dinero para la empresa es el ponderado de ambos. Si los accionistas han puesto un millón y esperan 16% de retorno por ese millón, y los bancos han puesto otro millón y cobran una tasa de 8% por el suyo (en verdad un poco menos por el escudo fiscal, pero valga la simplificación para nuestro ejemplo), todos entendemos que lo que le cuestan los dos millones a la empresa es 12% en promedio. Ese 12% es la llamada WACC o costo ponderado del capital.

Lo mínimo que deben rendir los activos es lo necesario para “pagar” ese 12%. Si rinden menos a alguno de los financiadores le llegará menos de lo que esperaba (y ya sabemos a quién). Pero si el rendimiento de esos activos ha sido superior al 12% entonces eso refleja que los directores y el gerente han hecho bien su trabajo. Luego, el bono a los directores se paga siempre que el ROA sea mayor o igual que la WACC y se reparte en función a ese diferencial positivo que han sido capaces de generar (espero, en otro artículo, poder hablar de los diversos modos de reparto). Pienso que al menos este es un camino alternativo al EVA, que es otro modo bastante usual de medir el desempeño de la gerencia y el directorio.

Originalmente publicado en Diario Gestión, 17 de mayo de 2018

Decisiones con sustento

El reporte de ventas era inobjetable. Llevaban dos campañas publicitarias y seguía la tendencia a la baja. Las ventas parecían no levantar con nada. En el comité de gerencia discutían qué medidas tomar para revertir la mala racha del último semestre. Javier, el gerente comercial decía que tenían un producto muy caro y sus vendedores se quejaban de no tener precios para hacer frente a la oferta de los competidores. En cambio, Pedro el gerente de producción, argüía que podían bajar los costos, pero que se afectaría la calidad del producto. Javier replicaba que la competencia tenía productos tan buenos como los propios. Y, como en otras ocasiones, se desató un ping pong entre ambos que parecía no tener fin.

¿Y si el problema es otro?

Oscar, el gerente general, observaba la escena sin saber a quién creerle. Hoy más que nunca debían tomar una decisión acertada, porque cada vez quedaba menos margen de maniobra. Notaba la falta de claridad que produce el no tener información confiable y actualizada a la mano, y ya no estaban para dejarse llevar por puras intuiciones. Él pensaba que tratándose de un producto que era casi un commodity, era difícil que hubiera demasiada diferencia con los competidores. Por el lado comercial habían hecho mucho esfuerzo e inversiones en los últimos meses, pero ¿y si el problema era que la producción no estaba siendo suficientemente competitiva? Si los insumos de los competidores eran muy similares, el otro factor importante en el costo era la mano de obra. ¿Era posible que Javier, el gerente comercial, tuviera razón?

La información está ahí

Interrumpiendo la discusión, Oscar preguntó a Pedro que cuál era la productividad que estaban teniendo los operarios de la planta. Le comentó que, al no tener un ERP, no sabían exactamente cuál era la productividad. “¿Conocemos la cantidad de artículos producidos cada día?”… “Bueno, sí, llevamos control de eso, por supuesto”.  “¿Sabemos cuántos operarios marcaron tarjeta?”… “Si Oscar, todos los operarios marcan su entrada y salida”“¿Tenemos el tiempo estándar que toma confeccionar un artículo?”… “No será exacto, pero sabemos el tiempo que toma y tenemos algún dato de la competencia”“Entonces… ¿por qué no intentamos calcular la productividad y dejamos de discutir a punta de hacer actos de fe en uno u otro. Puede que la información no esté estructurada, pero se puede construir. Pedro, quiero que pongas a tu gente a trabajar y necesitamos ese dato para mañana”

El dato preciso

Al día siguiente, a primera hora apareció Pedro cabizbajo en la oficina de Oscar. Tuvo que reconocer que se había dado con la tremenda sorpresa de que la productividad del último mes apenas llegaba al 49%, mientras que el sector, según una autorizada revista, tenía una media de 67%. Intrigado comenzó a retroceder a los meses anteriores y llegó a valores similares. Revisó varias veces los cálculos a ver si había cometido algún error, sin embargo, tuvo que reconocer que era verdad lo que decía Javier: tenían un producto caro porque eran ineficientes al producirlo. El tema no se resolvía con campañas publicitarias. Bastaron un Excel y unas cuantas horas de trabajo para tener el dato preciso.

¿Decisiones basadas en intuiciones?

Con demasiada frecuencia los directivos de las pequeñas y medianas empresas toman decisiones basados en intuiciones, en sus estados de ánimo, en arrebatos, sin haber analizado un mínimo la información de la que disponen, aunque esté poco estructurada. La excusa siempre es la misma “es que no tenemos el dato; es que nuestro sistema no arroja esa información; es que va a tomar tiempo”. Si nuestras empresas aún no tienen sistemas suficientemente eficaces para tener la información en tiempo real, no por eso debemos renunciar a construir la información que requerimos para tomar una buena decisión. Tomará más tiempo, requerirá esfuerzo y algo de recursos, pero nos dará una mucho mayor probabilidad de acertar con la decisión correcta antes que dejarnos guiar por nuestra pura intuición.

Publicado originalmente en la Revista Mercados & Regiones, 7 de octubre de 2017