Hace unos años atrás, los directivos de una empresa me mandaron llamar con cierta urgencia. Brevemente expusieron lo siguiente: habían entrado a una licitación de un gobierno regional, consorciados con una empresa de ese lugar que, como no tenía el nivel de actividad ni el historial de ventas suficiente, requería asociarse con otra. Esta empresa se encargó de todo el papeleo y de presentar la propuesta.
Al poco tiempo salieron elegidos en la licitación. Pero cuando recibieron los papeles de la empresa socia se dieron cuenta que aquellas personas habían inflado buena parte de los artículos por el doble o el triple del precio real que ellos les habían presupuestado. Al constatar que no se trataba de un error, se dieron cuenta que la licitación estaba amañada por estas personas: coima para los funcionarios del gobierno regional y pingües ganancias para los consorciados.
Además de la inmoralidad que suponía entrar en este juego, los directivos tenían el problema que, si se retiraban, no podrían participar en nuevas licitaciones del Estado por un buen tiempo, y parte de sus ventas venían de las licitaciones con entidades públicas. No los iba a quebrar, pero les afectaría las ventas. El consejo fue retirarse del consorcio y asumir las consecuencias, para evitar el “vómito negro”: si seguían el juego de la licitación amañada, corrían el riesgo que tarde o temprano aquello saliera a la luz, dañara la reputación de la empresa, la reputación personal de cada uno de ellos, y no sólo perderían todo ese dinero mal avenido, sino hasta su propia libertad.
La empresa decidió retirarse. A los dos años la Contraloría sacó a la luz todas esas licitaciones arregladas y tanto los funcionarios regionales como las personas que se prestaron a estos actos terminaron en la cárcel. Los directivos de la empresa en cuestión se decían: “qué cerca estuvimos”, porque en esos momentos uno puede darse mil argumentos para ceder: “todo el mundo lo hace”, “así es la nuez”, “vamos a perder ventas si no coimeamos”, etc.
Cuando prima un clima corrupto, inequitativo, injusto, no se favorece el desarrollo empresarial ni la formalidad. Y eso es responsabilidad no sólo del Estado sino también de modo especial de los directivos de las empresas. Juan Pablo II, decía en una ocasión: “La corrupción es difícil de contrarrestar, porque adopta múltiples formas; sofocada en un área, rebrota a veces en otra. El hecho mismo de denunciarla requiere valor. Para erradicarla se necesita además, junto con la voluntad tenaz de las autoridades, la colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral”.
Originalmente publicado en Diario El Comercio, 23 de julio de 2018